Nosotros le tenemos más miedo el fracaso, no por el golpe que nos vamos a dar, sino por la pena a que genera el que nos vean caer. Todavía somos niños chiquitos, que al caernos, lloramos solo si nos están viendo. Obviamente el fracasar es doloroso. Pero, en nuestras mentes, es mucho peor la humillación pública. La sociedad nos juzga y nosotros caemos rendidos a su veredicto. Nosotros no nos arriesgamos porque es mal visto caerse. Porque no podemos mostrarnos en una posición de fracaso. Porque debemos mostrarnos exitosos y hacer orgullosos a la gente que queremos (y de paso generarle envidia a la gente que no queremos). ¿Cuántas oportunidades hemos perdido simplemente por este miedo? Lo más probable es que ya estaríamos en el lugar de éxito que queremos si no le hubiéramos puesto atención al “que dirán…” ¿Vamos a tomar control de nuestra vida y tomar riesgos en lo que queremos o vamos a seguir escudándonos en la seguridad de la aprobación pública? Arriesguémonos por nuestras pasiones. Arriesguémonos por nuestros sueños. Arriesguémonos a vivir la vida.
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